Confesión de una mente desesperada

20:12 Posted by René Zapata

07:30 de la mañana. Mis manos congeladas y prácticamente inmóviles se esfuerzan en escribir en este cuaderno. Mi aliento se hace visible producto al frío, y se confunde con el humo de mis cigarros. Me gustaría explicar tantas cosas...
No pretendo excusarme. No pretendo que algo vuelva a ser como antes. Si te aburre lo que lees, puedes tomarlo como un cuento, una historia, nada más que literatura. La forma en que un hombre y sus manos expresan su propio réquiem de amor. Éstas son las confesiones de una mente desesperada.
Nací un 06 de agosto hace 20 años. Un frío día de invierno, semejante a éste. Mi madre, joven e inexperta, de 19 años, tuvo que lidiar con la responsabilidad de cuidar de un bebé. Solitaria por la ausencia de mi padre, quien decidió abandonarnos por motivos ignorados por mí. No lo culpo. Aunque poco, aún sigo teniendo comunicación con él. Salimos de vez en cuando, hablamos y fumamos. A pesar de que él nunca estuvo marcando mi estatura en la pared durante mis años, no crecí sin una figura paterna. La vida puso a mis 3 años, un hombre de los que llamamos “bueno”. Mi padrastro, mi querido, único y verdadero padre.

Siempre fui algo torpe. Aún surgen risas en mis familiares al recordar a un pequeño niño rubio que dentro de su inocencia se creía capaz de ser invisible con un "conjuro mágico”, y que buscaba a las personas dentro de las botellas. No sólo era ingenuo, sino también era llorón. No podía estar lejos de mi mamá, lo que hizo que me atrasara en un año de mi colegiatura. Mi padre siempre me recuerda cuando me dejaban en el jardín infantil, y yo me asomaba por la ventana a gritar "papá sálvame".

Mi vida siempre fue feliz, con una familia cariñosa, estudios en colegios buenos, gocé de lujos que muchos desearían. Pero mi mente siempre fue diferente al resto. El mundo no me mostraba más que sueños vacíos de una vida banal. Yo buscaba algo más. Una utopía, que fue creciendo cada vez más en mi interior, en donde creo está lo elemental. Mi pensamiento. Único e indescriptible, pero no por eso feliz. El escepticismo se abrió el camino en mi mente durante mis pasos y las alegorías de amor y muerte se dibujaron en mi imaginación y corazón. La esperanza… bella ilusión de muchos. Realidad de pocos. La esperanza se alejó cuando descubrí mi soledad. No hay Dios, no hay realidad.
El frío ha cesado y el humo de mis cigarros se dispersó en el aire para no volver. Estas páginas se han humedecido con algunas lágrimas, que, a pesar de mis fuertes cambios emocionales, son escasas en mí. Cierro los ojos. Tu imagen se traza en mis pensamientos y el amor golpea una vez más mi corazón idiotizado. Cierro los ojos. Mi mente me lleva a mi adolescencia.
Empezaron a surgir cambios internos bruscos. Comencé a buscarme a mi mismo, pero sólo logré alejarme más de mí. Ya no me conocía. Me encerré en un mundo propio, más bien oscuro. No me gusta llamarlo "depresión", ya que a pesar de mi interioridad, me considero un hombre bastante feliz, amante de la naturaleza, de mis tierras, de mi gente, amante de lo simple. Pero la batalla se produce dentro de mi cabeza. Es una batalla entre dos "yo". Un Ying-Yang propio que ha arruinado bastantes cosas y me ha alejado de muchas personas por culpa de sus alternancias fugaces.

En materias del amor la ironía se presenta. Mi vida es una oda al amor, mas el dulce sonido de éste nunca ha acariciado mi corazón. El amor es más que un sentimiento. Es comparable a una enfermedad. Un síntoma maravilloso e infame. Me gusta recordar a García Márquez y su obra “El amor en los tiempos del cólera”. Cólera que afectó mis sentidos el día que apareciste. Bella, suave, sublime, frágil. Delirios de una mente cautivada por la esencia de tu existir. Porque te encontré, te vi, te amé, te vi, me encontré.

Así comienza mi historia. El réquiem de nuestro amor.
Acababa de llegar de un viaje. El ocio abunda en estas frías tardes de verano. Caminaba sin rumbo por las calles. Observaba, como era de costumbre, las piedras y el cielo. El escaso verde es un regalo del desierto que pocos entienden y admiran. Belleza incomparable, mística y simple. Mas no fue esa la belleza que acabó con mi cordura esa tarde. Te vi en una ventana con tus ojos acariciando las páginas de un libro antiguo. No prestaste atención a mi atónita mirada a pesar del tiempo. Nunca antes la vi.
Su voz, belleza. Su mirada, luz, Su tacto, fuego. Su risa, júbilo. Su nombre…
Al cabo de una semana decidí buscara. Fue entonces la primera vez que agradecí vivir en el siglo XXI. No fue difícil localizarla. Efectivamente, existía una distancia entre nosotros. Distancia que no sería impedimento. Mi mente me convenció de que debía ser mía, utilizando argumentos donde el destino, el amor y el deseo, se combinaban en un persuasivo abrazo. A estas alturas, ya estaba enterado de sus actividades, intereses y gustos. Todo era perfecto. Para no convertir esto en un cliché romántico, y no relatar la historia de el encuentro de dos amantes bajo el signo de capricornio, me limitaré a decir: Wow. Como ya tenía entendido, no era de por aquí. Charlamos un poco, casi nada. Me costó ganarme su amistad y su atención. Pero lo logré. Aunque algo inalcanzable, me mantenía feliz.
Como el día se vuelve noche, mis sentimientos fluctuaban entre mi yo "ying" y mi yo "yang".
La deseaba. De verdad la deseaba. Mi imaginación inventó texturas, aromas, sonidos. Y su imagen revivía cada noche, cuando el mundo al que llamamos "real" se confunde con el mundo de los sueños. Ahí es cuando la podía ver claramente, sin la interferencia de la distancia. Me sonreía, me hablaba y me besaba. La pasión humedecía nuestros cuerpos, los ojos lloraban con el calor de nuestro sentir. El deseo. Mis manos recorren tu onírico cuerpo. Cada centímetro de ti es letal para mi cordura. La locura. Tu lengua juguetea con la mía. Nuestra saliva carga con nuestro placer. Tu mirada golpea repentinamente la mía. Ardemos en nuestro abrazo, danzando como el fuego el cólera de amor. Tu boca besa lo que nuestras mentes deliran. Deliramos más amor y nos cobijamos en su expresión. El latido de nuestros corazones marcan los acordes de nuestros suspiros. Corazones desesperados por salir de su prisión y encontrarse, encontrarse al fin donde nuestras almas yacen dormidas, extasiadas de eternidad. Desearía no despertar.


Los meses pasaron, y para esta fecha, me había ganado el cariño de mi nuevo ángel. Y mi "Ying Yang" estaba en su peor momento. La inseguridad acababa con ponerme pesimista, queriendo acabar con todo. Por otra parte, la vida sin mi musa parecía aún más vacía y carente de sentido. Para hacer alguna analogía, imaginarme la vida sin ella, es como quitarle un par de cuerdas a la guitarra y tratar de que una melodía suene bien. Aunque se produzca sonido, no es un sonido completo, y mucho menos bello.
Cansados al fin de conformarnos con algunas fotos, cartas y poemas forzados a la retórica, decidimos vernos, conocernos y ver si este sentimiento, al menos por mi parte, era más que real. Trascendental.
Empaqué mis cosas. Como dije, la distancia no se interpondría entre nosotros. Ella era mía. Tenía que ser mía. Su sangre pintaría nuestras vidas de colorada pasión, y mi corazón se encargaría de cuidar de cada una de esas gotas sanguinarias. Amor. Me fui camino al aeropuerto. Pero no sin antes verme al espejo. Admiré lo que el tiempo se había llevado y había traído. Los años me han cambiado. Muchas veces creemos vernos a nosotros mismos como éramos antes. No nos detenemos a pensar en cada detalle que cambia. Cada hora. Cada minuto. Cada segundo. El espejo reflejaba a quien no creía ser. Mostraban a alguien con más esperanzas. Pero la espera es dura para el esperanzado, y no existen amaneceres para los amantes.
El viaje sería largo, una perfecta excusa para poder dormir y soñar con ella. Nunca me perdí una oportunidad de tenerla cerca en mis sueños. La misma escena se repetía una y otra vez en mis noches frías, cuando el deseo de su presencia carnal ahogaba mis pensamientos racionales. “Tú y tu mirada, que junto a tu sonrisa, son la obra de arte más perfecta existente. Tu cuerpo, tu pelo…Detestaba la hora que debía dejarla para volver a la realidad. Lugar donde nunca pertenecí.”
Estaba inquieto. Quería impresionarla de alguna manera. Así que empecé a escribir algún poema, de esos que solía escribirle a lo lejos. Es difícil pensar que al fin pueda regalarle poesía en persona. Saber que palparía las palabras que mi mente minuciosamente elige para deleitar su corazón, me hacía temblar. El tiempos se dilataba como nunca, cada segundo eran eternidades, y tu voz aún onírica resuena entre mis sientes, más fuertes que los más estruendosos mares.
El viaje terminó. Bajé del avión y observe a mi alrededor. El destino me había traído a una ciudad que parecía dormida. Con un calor alto como fraguas. Juan Rulfo se me hizo más familiar que nunca, y recordé, cuando por horas, me sumía en sus pensamientos. Recordé a Comala, pero éste pueblo, aunque quieto, era hermoso. Mi corazón acelerado delató mi entusiasmo. Estuve rato esperando a ver su mirada entre la multitud que paseaba indiferente chocando unos con otros. No tienen idea.
Luego la vi. Mi corazón aún se estremece al recordar como un simple “hola papá” acabó por destruir mi cordura, y la metáfora de amor se materializaba en un par de ojos que amé desde que los vi.
"Te vi, y eras real, tan real como lo fuiste en mis sueños durante esas acaloradas noches de amor unipolar. Te vi, y estabas ahí parada esbozando una sonrisa tan perfecta como nada. Te vi, y mi alma atónita se desvaneció embriagada de ti. Te vi, y te sentí más cerca que nunca"
Ya sin más espera nos besamos. Amor. Todo el mundo desapareció. De nuevo me vi hundido en lo más profundo de mis delirios nocturnos, sólo que esta vez su tacto me hacía temblar y quemaba cada uno de mis poros. Cuando sus ojos se clavaron en los míos lo supe. Era todo. Todo lo que mi alma perdida necesitaba.
Me mostró su ciudad. Me empapé de su cultura y costumbres. Cada árbol era hermoso. Observé, como es de costumbre, las piedras y el cielo. La naturaleza había dotado este lugar de un verde intenso, lo que despertaba aún más mi atención. Mi amada me hablaba del pueblo y su lucha, historias de guerrilleros y héroes populares. Su voz parecía bailar ágilmente por el ambiente rodeado de montañas. Su paso despreocupado elevaba mi sentir. Luego de un pequeño recorrido por su ciudad me llevó a su casa. Decorada al buen gusto de una artista. Cenamos. Su sonrisa era la obra de arte perfecta, combinada con el sonido de nuestros vasos y platos. La conversación no era más que la danza de nuestras voces, que nos hacía suspirar nuestras vivencias. Después de un tornado de copas y besos hicimos el amor. Me gustaría poder describir lo que pasó esa noche, pero no existen palabras que puedan expresar lo increíble que fue todo, cualquier descripción sólo arruinaría tal momento maravilloso. Digno de los sueños más deseados. Digno de llenar mil páginas de poesía. El amor brotaba de nuestros poros, y la sentía. La sentía cada vez más mía. No necesitábamos más, la espera nos unió en un azar predeterminado.
Los días se iba como agua en los dedos. El tic-tac del reloj marcaba el paso de los días a través de nuestro palpitar. La rutina de nuestros días: Un beso por la mañana, una que otra caricia. Generalmente le llevaba desayuno a la cama, pero ella prefería traérmelo a mí. Muchas veces me desperté con un “Su desayuno papito”, y me derretía el hecho de pensar en su cercanía. Fueron las únicas veces que agradecí el despertar. Luego el amor nos envolvía en su tumba, en donde cuerpos delirantes entregan su vida a lo eterno. Una ducha no nos venía mal. Disfrutaba de lavar sus pelos marrones y sentirlos entre mis dedos. Tan puros. Paseábamos luego por calles de interminable lluvia que humedecían nuestros pensamientos. Nada más importa. Mi vida se completaba con tu aroma en el viento. Nuestra rutina. Luego almorzábamos, ella cocinaba para mí, yo para ella. Brindábamos entonces por la prosperidad de nuestro amor. Una caricia, un beso, una conversación. Una palmadita si se daba la ocasión. Nuestra confianza y su respiración. Luego la tarde se acercaba y sus ojos se muestran aún más bellos con la luz de la luna. Bebíamos un poco más. Nuestra rutina. Para qué decir qué hacíamos por las noches. En la oscuridad nos acurrucábamos en nuestro sentir. Nuestra rutina, que no por ser rutina caía en la monotonía.
El tiempo acaba ya, y debo volver. Aunque tenemos pensado vivir juntos aquí, en su cultura ajena para mí. Lo que amamos se termina rápidamente y, como siempre digo, la espera es dura para los esperanzados. Vuelvo. El amor tendrá que esperar tranquilo a nuestro próximo encuentro. Vuelvo, pero feliz. Dichoso de haber encontrado al viento, el amor y la libertad personificados en ella. Volveré luego. Tengo tantas ganas de enseñarle nuevos mundos, que se quedaron “en el tintero”. Una vida junto a ella es insuficiente para poder entregarte todo lo que merece. Me voy, pero con la certeza de que volveré para quedarme. El destino me ha regalado amor. Hay poesía.

En el viaje de vuelta nunca se borró la sonrisa infantil de mi rostro. No había dolor por dejarla atrás. Agradecía cada segundo por las sensaciones y los maravillosos recuerdos de una travesía de mil poemas. No dejaba de pensar en los nuevos regalos que le daría. Cada pensamiento le pertenecía, cada suspiro era de ella. Mi pecho ardía por su fuego y mi mente se congelaba al recordar sus ojos. Verdes ojos.
Las semanas pasaban y no tenía noticias. Su existencia se esfumó y fue como si nunca hubiera sido tangible. El invierno terminaba, y la esperaba mientras observaba cada gota de lluvia, y cada flor que el frío marchitaba. Su sonrisa se desdibujó de mi memoria y sus ojos ya no cantaban en mi corazón. Desesperación.
Esa no fue más que una fría mañana, cuando me levanté para hacer mis cuestiones matinales. Tuve esa extraña sensación toda la noche que no me dejó conciliar el sueño, pero la intuición nunca fue mi fiel compañera. El olor a café recién molido y los residuos de tabaco que quedaron de la noche anterior serían los aromas que marcarían aquel día fatal por siempre. Con un sentimiento de inseguridad fui a recoger un sobre blanco que se asomaba bajo su puerta "Más cuentas" me dije a mi mismo. Pero ese sobre era diferente, cual clavel en un rosal. Estaba firmada con una caligrafía que podía reconocer fácilmente… y unas iniciales. ¿Cómo no reconocer esas iniciales? Mis manos empezaron a temblar esforzándose por no dejar caer tan extraño papel. Mi garganta se apretó y sentí que dolía. Abrí el sobre, y lei…
“Te quiero, y de verdad disfruté cada segundo contigo. Pero ciertamente no eres lo que busco. Eres demasiado joven para entender lo que alguien como yo necesita. Gracias por los momentos que me regalaste papá. Entre nosotros siempre habrá algo especial. Cosa que pocos podrán entender. Y siempre estarás en mi corazón. Sólo te pido que continúes con tu vida, pensando en mí sólo como un lindo recuerdo. Así te guardaré yo en mi corazón. Si decides regresar mis puertas estarán abiertas. Siempre están abiertas para los viajeros enamorados. Un beso papá. Siempre te tendré entre mis sienes. Cuando vea el mar…te pensaré.”
Confusión. Decepción. Lágrimas. Inseguridad. Tristeza. Grito. Llanto. Golpe. Viento.
Nada más pudo pasar. Me vi ahí sentado, estudiando cada letra, cada coma, que mientras las leía, todo mi mundo se quemó para no volver. Ya no había mundo, ni detalles que adorar. Sólo queda soledad y pérdida. Dolor y amargura. La muerte pasó por mi mente como opción. Pero no quería acabar así con todo. No buscaba alivio, no esta vez. Mi único objetivo era sufrir, junto a la carta que me otorgó una muerte interna. Un estado de amnesia, confusión y agonía.
Entonces supe que hacer. Iría por ella.


Una sutil carcajada se rompe el silencio mañanero, mientras escribo esta historia. Mis sentimientos siempre definieron mis actos, y aquel día no sería la excepción. Me gusta llamar a aquel 24 de Septiembre, un “no tan como cuentos de hadas”. Aquí van las confesiones desesperadas de una mente cautiva en un amor eterno.
El viaje se me hizo aún más largo que el anterior. No soportaba cada minuto que pasaba. La inseguridad hacía volver mi lado “yang”, se notaba en mis ojos, algo no andaba bien conmigo.
Al fin llegué a la ciudad donde las nubes cubren el cielo. No necesitaba luz. La lluvia mojaba mi cara y escondía las lágrimas que corrían desoladas. No me fue difícil encontrar su casa. No estaba. Decidí esperar. Siempre disfruté de pasar tiempo bajo la lluvia. Las imágenes de un amor tan grande golpeaban mis pensamientos y me hacían dudar. Pero la duda dejó de ser bienvenida en mis decisiones. El mundo conspiró para persuadirme. Un gran perro negro caminó imponente al otro lado de la calle. Presagios. Alegorías. Todo estaba preparado, estaría con mi amor para siempre.
La noche llegó, y a eso de las once mi amada se materializó al final de la calle. Caminaba con su paso despistado y cansado. Sus ojos desorientados miraron los míos. No pude dejar de notar aquel extraño sentimiento en sus ojos ¿nerviosismo? ¿miedo? A mi también me asustaría ver a alguien fuera de mi casa en estas condiciones. No alcanzó a decir una palabra. La besé y todo volvió. Nuestro amor, nuestra pasión, locura. Nos tocábamos en una danza abrigadora. Todo era perfección, y esta vez, sería eterno.
Entramos a su casa. Nos besamos. Me hizo esperar un poco en un sillón colorido. Me sentí de nuevo en casa. Tan cómodo y abrigado como nunca. Había llegado el momento.
Sentí que se acercaba, caminando hacia mí. La abracé y la besé. En nuestro conocido baile de amor la llevé a su habitación, donde nuestra confianza había sido testigo de nuestra pasión. La estreché lo más cerca de mi. La besé una y otra vez. Una que otra caricia. "Te amo" fueron las palabras que susurré al su oído. Le quité la vida. La amaba, y su vida fue mía. Mi cuerpo la aplastaba. Sus puños golpeaban mi espalda mientras asustada veía el cuchillo que lentamente cortó su cuello. La amaba, no podía pedir más. Poco a poco, sus golpes empezaron a perder su fuerza. Me bañaba con su sangre. Hermosa sangre que teñía mi cuerpo de rojo amor.
Así permanecimos horas, mientras le hablaba de todo lo que sentía por ella. La amaba, y le quité la vida. Ahora nuestro amor está sellado con sangre, y mi angelical ser de luz me espera en la muerte, donde estaremos eternamente juntos. Me esperaba en la muerte, pálida como la nieve, con sus ojos más vivos que en vida. La amé y lo hice inmortal, lo volví divino.
Impaciente espero el fin de mis días. Sólo dos cosas son eternas: el Amor y la Muerte. Nada más perfecto, nada más complejo. Amor y Muerte para nosotros.
Te amo.

1 comentarios:

Gabriela dijo...

Si està aqui es por algo, la leì, me encantò.

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